Inglaterra, 1626
-Sentaros Lord Huxley –le dijo el primer ministro a éste
cuando entró en su despacho. Tomó asiento y se dispuso a escucharlo.- Os he
mandado llamar para proponeros un asunto delicado. Pero por otra parte sois la
persona indicada para llevarlo a cabo –le dijo mirándolo con gesto de
preocupación.
-Os estoy agradecido, señor. Y espero ser digno de la
confianza que depositáis en mí.
-Sabed que vuestra vida correrá peligro por lo que os voy a
pedir. Y que entendería que la rechazarais.
-Señor, no he conocido ninguna misión de las que he llevado
a cabo para la corona de Inglaterra, en la que el peligro no fuera mi compañero
–le dijo bromeando para parecer cordial.
-Esta vez es distinto –le dijo frunciendo el ceño en un
claro ejemplo de preocupación.
-Podéis contar conmigo sea cual sea la misión. Estoy al
servicio de mi país.
-Bien, pero primero dejadme exponeros la situación, antes
de que toméis una decisión en firme.- El Primer Ministro inspiró hondo un par
de veces antes de proseguir.- Dentro de un mes el Tesoro Real zarpará de Port Royal rumbo a Inglaterra. En sus
bodegas llevará un cargamento valioso de oro, plata y diversas joyas preciosas
que asciende al montante de cerca de un millón de libras.- Lord Huxley abrió
los ojos al máximo al escuchar aquella cantidad.- Sí, como veis una cantidad
muy atractiva para ser tomada por los piratas.
-Entiendo.
-En especial por uno. Ese corsario francés cuyo barco Le Diable ha conseguido saquear nuestras
últimas remesas enviadas desde las colonias hasta Inglaterra.
-No soy ajeno a sus correrías por el Caribe. Pero, ¿se han
presentado quejas al rey francés?
El Primer Ministro sonrió amargamente.
-El rey Luis es un títere en manos de Richelieu.
-Mmm. El cardenal Richelieu –murmuró mientras su mirada
quedaba suspendida en el vacío.- Un enemigo declarado de Inglaterra.
-Exacto. Hace oídos sordos a nuestros requerimientos para
detener a ese corsario francés.
-En ese caso…
-En ese caso recurro a vos, lord Huxley.
-¿Qué queréis que haga? –le preguntó con cierta ansiedad
por ponerse a su servicio.
-Quiero que zarpéis a Port Royal y os infiltréis en la
sociedad de allí.
-¿Con qué finalidad? –le preguntó sin entender qué
pretendía de él.
-Quiero que seáis mis ojos y mis oídos allí. Sabemos que
ese corsario francés tienes espías que le informan de todos y cada uno de
nuestros movimientos. De cuando zarpan nuestros navíos, qué carga transportan
en sus bodegas, e incluso la ruta completa que seguirán.
-¿Han probado varias las rutas? ¿A engañarlos con algún
tipo de señuelo? Otra nave que…
-Todas las argucias habidas y por haber se ha empleado,
lord Huxley –le dijo el Primer Ministro con amargura.- Por eso os digo que debe
haber alguien que le facilite esa información.
-Y vos queréis que me infiltre entre la sociedad de Port
Royal para averiguarlo.
-Y para algo más delicado –le dijo mirándolo con frialdad
mientras lord Huxley se mantenía expectante.- Para que acabéis con ese capitán Dubois.
Lord Huxley permaneció en silencio unos segundos mientras
meditaba la proposición del Primer Ministro, y éste aguardaba expectante su
decisión.
-¿Cuándo zarpa el barco para Port Royal? –le preguntó
esbozando una sonrisa cínica que alivió al Primer Ministro.
Port Royal
Había llegado hacía un par de días a la isla y ya se había
acomodado. El Primer Ministro le había facilitado cartas para que su llegada y
acomodo fueran rápidos. No disponía de mucho tiempo para averiguar quien era el
traidor a la corona de Inglaterra. Estaba convencido que ese corsario francés
había conseguido introducir a alguno de sus hombres entre las altas
personalidades de la isla; o bien estaba sobornando a alguien para obtener
dicha información. Él lo descubriría. Era su especialidad.
Aquella tarde había llegado recado para que asistiera a una
recepción. Estudió con detenimiento el mensaje, y decidió asistir. Debía
empezar por algún sitio y una recepción ofrecida por el propio gobernador de la
isla era el lugar propicio para sus indagaciones. Su llegada a la isla no había
pasado desapercibido para nadie; es más, el propio Primer Ministro también se
había encargado de ello. Como era de esperar su verdadera identidad no había
sido rebelada para no poner en sobre aviso a los conspiradores. En su lugar,
lord Huxley, sería un comerciante recién llegado a Port Royal con ansias de
abrirse camino en el próspero mundo de las plantaciones de azúcar.
-Sin duda sois el señor Stewart –dedujo el gobernador en
cuanto lo vio aparecer.
-Así es. James Stewart.
-Os doy la bienvenida a mi casa y a mi pequeña celebración
–le dijo mientras James, echaba un vistazo alrededor y comprobaba que lo de
pequeña era una farsa.- Espero que os hayáis instalado ya en vuestra residencia
y que todo sea de vuestro agrado.
-Así es. Gracias.
-Dejadme que os presente a algunas personalidades de la
isla.
James lo siguió hacia un reducido grupo que charlaba
animosamente. Su mirada escrutaba sus rostros a medida que se acercaba, pero
había uno que no lograba ver. El de la mujer que le daba la espalda en esos
momentos. Solamente podía percibir una cascada de rizos negros como la noche,
en contraste con su vestido en azul. Sus hombros de piel algo tostada parecían suaves
y delicados.
-Permítanme que les presente al señor Stewart –anunció el
gobernador captando la atención de los reunidos, incluida la mujer.
-Caballeros. Señorita –dijo percibiendo ahora sí, el rostro
de trazos delicados de la mujer. Una par de ojos verdes como las esmeraldas lo
contemplaron con detenimiento, como si lo estuviera estudiando. James se quedó
fijo en aquella mirada que parecía estar retándola a apartar la suya. Pero nada
más lejos de la realidad. Lo había atrapado desde ese instante.
-Parece que el señor Stewart sólo tienes ojos para la
señorita Laslandes –dijo uno de los invitados a modo de chanza.
-Son los suyos los que hacen que mi atención no pueda
apartarse de ella –dijo desviando la mirada hacia su interlocutor impidiéndole
ser testigo de la sonrisa sensual que se había dibujado en los labios de la
mujer.
-El señor Stewart ha llegado a la isla para hacer negocios.
Espera asentarse y cultivar azúcar –les informó el gobernador.
-Interesante, señor Stewart. Al menos el azúcar no os lo quitará
ese pirata francés –dijo un hombre de prominente barriga, con una sonrisa
irónica.
-¿Habéis perdido vuestro cargamento lord Hurlington? –le
preguntó el gobernador.
-Mi último envío a Londres cayó en manos de ese malnacido.
Y París no hace nada por detenerlo. Eso es intolerable.
-En Francia no reina Luis. Es ese cardenal quien dirige la
política de Francia –dijo otro de los invitados.
-Oh vamos, creo que estamos aburriendo a la señorita con
nuestros asuntos políticos –se percató el gobernador.
Todos los presentes se centraron en ella, pero uno en
especial la estudiaba detenidamente. ¿Qué hacía aquella mujer tan hermosa entre
aquellos hombres? ¿Acaso tenía negocios que se habían visto afectados por los
ataques de ese pirata francés?
-Nada más lejos de la realidad, caballeros. He de decir que
me interesa todo lo referente a los ataques de los piratas. Yo también he visto
mis ganancias mermadas por sus ataques –les informó con toda naturalidad.
-¿Vos? –dejó escapar James por su boca sorprendido por su
comentario, pero más aún por la manera en que ahora mismo lo miraba.
-Tengo mi pequeño comercio de telas y joyas que se han
visto apresadas por los piratas.
-Vaya, una mujer emprendedora. Lo celebro –admitió James
esbozando una sonrisa de complicidad.
- He tenido que buscarme el sustento monsieur Stuart –le aclaró con un toque sensual en su voz al
emplear el francés para referirse a él.
-La señorita es huérfana –apuntó el gobernador.
-Lo lamento –le dijo James inclinando levemente su cabeza
en señal de respeto, pero sin apartar sus ojos de los de ella. ¿Por qué
irradiaban ese brillo tan atrayente?- Entonces, ¿vive usted en la isla?
-Con mi dama de compañía y el servicio –respondió despacio,
como si midiera las palabras. Aquel hombre comenzaba a inquietarla con sus
preguntas, pero sobre todo con su forma de mirarla tan directa. Tan intensa,
que le provocaba un leve pálpito. Un hombre interesante que merecía la pena
seguir. Sonrió de manera educada antes de marcharse.- Si me disculpan he de
hablar de negocios con una persona.
Todos asintieron en silencio mientras James entornaba la
mirada hacia ella. Sus ojos encontraron los de ella, que como un faro lo
atraían. Sonrió de manera cínica mientras se volvía con todo descaro para verla
alejarse de manera sensual con cada paso.
-Una mujer más que interesante –no pudo evitar de comentar
James al volverse hacia los demás.
-La señorita Laslandes es una mujer exquisita –señaló uno
de ellos.
-Fascinante –apuntó un segundo.
“Fascinante, sí y misteriosa”, pensó James mientras pensaba
en la manera de volverla a ver.
Deambuló por la casa charlando amistosamente con los allí
reunidos, aunque en su mente la imagen de la señorita Laslandes no le permitía
centrarse en su cometido. Sus pasos lo condujeron hasta el jardín, hasta donde
llegaba la agradable brisa del mar. El calor no era tan sofocante como en un
principio había supuesto al llegar a la isla. La noche era perfecta para pasear
o disfrutarla como él estaba haciendo en esos momentos. De repente el sonido de
dos voces, que parecían estar discutiendo acaloradamente, detuvo sus pasos y
captó por completo su atención. Sabía que estaba mal escuchar las
conversaciones ajenas, pero aquella parecía bastante interesante a juzgar por
el tono de las voces. Se situó tras unos setos cercanos al lugar donde
discutían, y prestó atención cuando escuchó que uno de ellos hablaba del
capitán Dubois.
-Aún desconozco la ruta que tomará el barco, pero espero
saberlo esta misma noche. Estad preparados para zarpar en cuanto os mande
recado.
James contuvo la respiración al escuchar la voz de la
mujer. Intentó asomarse para ver si era quien sus sospechas creía. Pero hacerlo
era arriesgar demasiado su situación. Podría ser descubierto, y su misión verse
en peligro.
-¿Y si hubiera zarpado ya? ¿Cómo estáis tan segura de que
no ha sido así? –la pregunta la hizo un hombre, quien a juzgar por el tono de
su voz parecía bastante enojado.
-Sigue anclado en el puerto. No, aún no ha zarpado. De eso
estoy segura. Además, tardarán algunos días en meter la carga en la bodega.
-Los hombres empiezan a impacientarse –le dijo con un tono
que se acercaba a la amenaza.
-No es culpa mía que todo se esté retrasando más de lo
normal –le dijo con desdén y retándolo con la mirada.
-Sabed que si me estáis mintiendo…-le dijo sujetándola del
brazo mientras esgrimía ante ella el filo de un cuchillo.
-¿Qué haríais? Si os atrevéis a tocarme un solo pelo, o
intentáis amotinaros ya sabéis lo que os espera. No olvidéis quien vela por mi
seguridad –le dijo muy segura de sus palabras.- Y ahora marcharos. No quiero
que nadie os vea y pueda relacionaros conmigo.
-Procurad que el barco zarpe en esta semana –le dijo como
si de una amenaza se tratara.
El hombre la miró una última vez y emitió un gruñido antes
de desaparecer dejándola completamente sola. Cerró los ojos e inspiró
profundamente, pensando que el aire calmaría su azorado pecho. Sin embargo,
cuando parecía que lo iba a lograr una voz a su espalda la hizo volverse
mientras su corazón le golpeaba las costillas sin piedad.
-Buenas noches señorita Laslandes –le dijo con un voz ronca
y seductora, que le provocó un ligero sobresalto.
Durante unos minutos ninguno de los dos dijo una sola
palabra más. Ambos parecían estar estudiándose en la quietud de la noche. El
leve sonido de las olas rompiendo en la playa pareció distraer a James por un
momento de su actual cometido. Una luna redonda y blanca gobernaba el cielo
junto a su corte de estrellas. Mientras en la tierra el olor de las flores
impregnaba todo el paseo. El marco era idílico para aventurarse en brazos de
aquella hermosa mujer, quien por otra parte tramaba algo. Lo había intuido
desde que la vio al principio de la noche. Sus ojos refulgían como dos gemas,
pero su mirada era bastante peligrosa. Como si le estuviera advirtiendo del
peligro que corría por estar allí. Y ahora después de la conversación
mantenida…
-Buenas noches Monsieur
Stuart –le correspondió con una enigmática sonrisa mientras entornaba sus
ojos. Por un momento el sobresalto la invadió. Por un instante no había sido
consciente de su presencia y de lo que podría representar. Por eso tras un
momento de duda, un temor desconocido se adueñó de su ser. “¿Habría escuchado
la conversación mantenida con aquel hombre? ¿Cómo podía estar segura que no lo
había hecho?” Sintió como todo su cuerpo
se tensionaba, y el rictus de su rostro se modificó.
-¿Qué hace una mujer como vos en un lugar tan idílico como
éste? –le preguntó paseando su mirada por todo el jardín al tiempo que extendía
sus brazos como si quisiera abarcarlo.- Y sola –matizó con toda intención.
-Necesitaba tomar el aire de la noche –le respondió sin
darle mayor importancia.- Y sí, la verdad es que prefería estar sola que
acompañada.
-Vaya, es extraño –murmuró James frunciendo el ceño y
entornando su mirada.
-¿Por qué decís eso?
-Porque hace un momento me pareció escuchar una
conversación algo acalorada a juzgar por los tonos de voz –le dijo con toda
intención observando detenidamente como cambiaba el gesto de su rostro.- Y
puedo asegurar que no era muy lejos de donde vos os encontráis.
Se quedó paralizada. Sin saber qué respuesta dar. Había
estado cerca de ellos. ¿Qué sabía? ¿Hasta que punto había escuchado? Un ligero
temblor se adueñó de su cuerpo. Volvió el rostro hacia el jardín y comenzó a
caminar en un intento por alejarse de él. Sin embargo, James la siguió. Se
había dado perfecta cuenta que ella le ocultaba algo.
-Lo cierto es que no he escuchado nada y llevaba un rato
tomando el aire aquí fuera.
-Entiendo. Es raro que no lo hayáis escuchado estando aquí,
y yo… Bueno es igual olvidadlo –le dijo mostrando cierta falta de interés en el
tema.
-No suelo interesarme por las vidas ajenas. Si es cierto
que había alguien discutiendo no es de mi incumbencia. Tal vez fueran una
pareja de enamorados –le refirió mirándolo fijamente y sintiendo el extraño
poder que su presencia ejercía sobre ella. No había conocido a ningún hombre
que exhalara tanta seguridad y fuerza.- Le repito que estaba sola.
-En ese caso tal vez debería permitiros continuar con
vuestra soledad…
James sonrió mientras inclinaba su cabeza en señal de
respeto y hacía ademán de alejarse de ella. Ella lo contempló dar la vuelta,
pero un impulso repentino la obligó a detenerlo sujetándolo por el brazo. James
se volvió sorprendido por ese gesto. ¿Qué tramaba?
-No hace falta que os marchéis. Además, un poco de compañía
me sentará bien.
-¿Habéis cambiado de opinión? –le preguntó perplejo y con
un toque de ironía en su voz, mientras ella se limitaba a asentir.- En ese caso
estoy a vuestra entera disposición –le profirió sonriendo de manera irónica.
-Decidme, ¿cuándo habéis llegado a Port Royal?
-Hace unos días.
-¿Pensáis permanecer mucho tiempo aquí?
-Eso dependerá.
-¿De qué? –le preguntó deteniendo su paseo y mirándolo
desconcertada.
El olor de los jazmines impregnaba todo el paseo al tiempo
que una ligera brisa mecía las hojas de los árboles emitiendo una ligera
melodía. James no dejaba de admirarla mientras el creciente deseo de besarla se
enroscaba a su cuerpo como una serpiente. Aquella desconocida era hermosa sin
importarla qué tuviera que esconder.
-Dependerá de si encuentro algo interesante por lo que
merezca la pena quedarme aquí.
-En ese caso, ¿qué buscáis monsieur? Todos buscamos algo.
-Tal vez lo que yo estoy buscando esté más cerca de lo que
creía en un principio –le susurró cuando ella se detuvo bajo una arcada de
rosas, que arrojaban su aroma al aire nocturno. Sonrió divertida ante aquel
comentario. Pero nerviosa por la proximidad de sus cuerpos, que en esos momentos
se rozaban tímidamente.- ¿Y vos? ¿Qué buscáis?
-Aún no lo he decidido.
-¿Qué os detiene a hacer una elección?
-En ocasiones lo que deseamos no es lo que más nos
conviene. O está fuera de nuestro alcance. Debemos meditarlo.
-¿Y quién puede decir ahora lo que me conviene o no en este
momento? –le preguntó arrastrando sus palabras peligrosamente mientras la piel
de ella se erizaba. James se acercó aún más, siendo consciente del peligro que
corría, pero que por otra parte no parecía querer evitar. Si sus sospechas eran
ciertas, y aquella mujer tenía algo que ver con ese pirata francés… que Dios le
perdonará, porque él no podría.
-Cuidado Monsieur,
tal vez descubráis que lo que deseáis no es lo más apropiado para vos –le
susurró a escasos centímetros de sus propios labios, mientras sentía como la
rodeaba lentamente con sus brazos, como se dejaba envolver por aquella caricia,
por aquel deseo de sentirlo junto a ella.- Corréis peligro.
-No lo dudo, pero
os advierto que el peligro ha sido una constante en mi vida.
-Este es aún mayor –le susurró mientras no podía controlar sus
manos, las cuales ascendían por sus brazos en dirección a su cuello. Ni podía
controlar a su agitado corazón, ni sus incomprensibles deseos de besarlo. Sus
piernas flaqueaban por la sensación de bienestar a la que él la había
arrastrado; el deseo palpitaba en su interior como una llama que amenazaba con
arrasarlo todo a su paso. Se humedeció los labios lentamente, de manera
sensual, preparándolos para recibir los de él.
-No lo dudo. Sé que con vos corro un gran peligro, pero me
arriesgaré de todas maneras. Vos lo merecéis –le susurró antes de que sus
labios tomaran posesión de los de ella.
Sintió un leve roce en un primer momento. Como si el viento
acariciara sus labios. Lentamente los abrió permitiendo que su lengua invadiera
su boca y se entrelazara de manera frenética con la suya. Sintió como él la
atraía hacia su cuerpo, como el deseo latía en su interior, como las ansias de
besarla eran más fuertes que su cordura. Y entonces se dejó arrastrar por la
llama de la pasión; se dejó consumir por el deseo febril que lo poseía. Sus
manos recorrieron su espalda emitiendo descargas que sacudían el cuerpo de
ella. La sintió hambrienta de besos y caricias. Y se convirtió en su esclavo
sin pretenderlo. Su boca recorrió su cuello y descendió hacia su escote, donde
se detuvo cubriéndolo de besos, que provocaron que el deseo aumentara. Cerró
los ojos y se abandonó a sus deseos de mujer apasionada.
Se había despertado hacía tiempo y ahora permanecía apoyado
en el saliente de la ventana mientras los primeros rayos de sol, anunciaban un
nuevo día. Su mirada permanecía fija en la mujer que se agitaba bajo las
sábanas. Sus cabellos negros como la pólvora resaltaban sobre el blanco
inmaculado de la almohada; de igual manera que su bronceada piel, que había
recorrido con sus manos. La había
cubierto de besos, se había adentrado en ella sin importarle el precio que
debería pagar al final. Sólo era consciente de que debía amarla aquella noche.
Recordó como ella lo había dominado en todo momento, como se había sentado
ahorcajadas sobre él y como lo había conducido hacia su interior en medio de
una vorágine de besos, de caricias, de palabras susurradas, de promesas, de
peticiones, de gemidos… Su boca experta había sido creada para besar, para
lamer, para seducir sin piedad, para volver loco a cualquier hombre, y ¡su
cuerpo!... Nunca había tenido uno igual entre sus manos, sobre el suyo propio. Jamás
había conocido criatura como ella. Recordó su mirada entre el velo del deseo
febril que la poseía, y como había profundizado sus besos mientras enmarcaba su
rostro entre sus manos.
Trató de apartar todos esos recuerdos de su mente y
concentrarse en la mujer. Pero no desde el punto de vista sexual, sino en el
misterio que encerraba. No había olvidado su conversación con aquel hombre. Si
era lo que se temía, había tomado la decisión acertada al haber hablado con el
gobernador justo antes de despedirse de él. Le había advertido de sus sospechas
y si eran ciertas evitaría que ese capitán Dubois se hiciera con el cargamento
del Tesoro Real.
Se había incorporado sobre sus codos y ahora entrecerraba
sus ojos para mirarlo. La sábana le cubría sus voluptuosos pechos, en los que
James fijaba ahora su mirada, y sonreía con picardía al recordarlos la noche
pasada. Madeleine inspiró hondo mientras trataba de pensar como habían acabado
allí. Sonrió al tiempo que sacudía su cabeza como si quisiera rechazar esa idea,
pero el mero hecho de recordar la experiencia vivida provocaba que su piel se
erizara, y que el deseo volviera a llamar a sus puertas.
-¿Por qué me miras de esa manera? –le preguntó sintiendo la
intensidad de su mirada recorriendo cada centímetro de su piel al descubierto.
-Tal vez seas tú la que me provoques esas miradas.
Madeleine sonrió burlona.
-No esperaba verte esta mañana.
-Digamos que no tenía prisa por ir a ninguna parte.
-¿Y tus negocios? Anoche escuché que querías establecerte
en la isla…
James sonrió divertido. No podía creer que se hubiera
tragado esa información.
-Mis asuntos están resueltos.
Aquellas palabras la cogieron por sorpresa. Pero más aún el
rictus de su rostro, su mirada, y su sonrisa de triunfo. Sin saber por qué
recordó la conversación en el jardín con uno de sus hombres. La presencia de él
cerca. ¿Tendría que ver algo con todo aquello? No, claro que no. Él no tenía ni
idea de quien era ella. Y mucho menos de lo que estaba haciendo. No tenía
porqué preocuparse. Por otra lado no era conveniente tenerlo mucho tiempo
cerca. Lo que él había despertado en su interior nadie lo había conseguido
anteriormente. Eso era peligroso para ella. No podía permitirse ser esclava de
sus caricias y de sus besos por mucho que los anhelara. Debería abandonar la
cama y seguir con su vida en la que él no tenía cabida.
-¿Tienes prisa? –le preguntó él al verla salir de la cama
como si de una ninfa se tratara.
-Yo si he de atender mis negocios.
James sonrió y chasqueó la lengua.
-Lo olvidaba. Dime, ¿perdiste mucho dinero con tu último
cargamento?
Madeleine se volvió hacia él mientras cubría su desnudez
con una bata y lo miraba con naturalidad.
-Bastante, ¿por qué? ¿Piensas abonar tú las pérdidas? –le
preguntó con un toque irónico en su voz.
-¿Debería?
No quería tenerlo tan cerca de ella. No quería que se
inmiscuyera en su vida. Permitirle ciertas licencias sería peligroso para ambos
si llegara a saber quién era ella… no le dejaría otra opción.
-No, no necesito nada de ningún hombre –le espetó con
cierta furia.- He sabido salir adelante yo sola. Y ahora si me disculpas…
-No tan deprisa –le dijo sujetándola por el brazo y
volviéndola hacia él para que sintiera la determinación de su mirada.
-¿Qué quieres? ¿Qué esperas? ¿Te crees con derechos sobre
mí porque hayamos compartido mi cama?
-Por supuesto que no.
Se quedó pensativo mientras dudaba sin contarle la verdad
de sus pesquisas, de sus planes, pero prefirió dejarlo estar por ahora. Ella
sola descubriría lo que más le convenía llegado el momento. Y él estaría allí.
Esperándola pacientemente. Sin importarle quien era, o quien había sido. Sin
decirle nada más la soltó mientras sus miradas parecían estar manteniendo un
duelo.
-¿Qué esperas entonces? –le preguntó alzando el mentó con
altivez.
-Nada. No espero nada –le respondió enojado con su
comportamiento. Recogió su camisa y su chaqueta y sin decir nada más se marchó
dejándola sola en su habitación. Cuando se hubo marchado sintió que la tensión
desaparecía y sus hombros se relajaban. Se sentó mientras su cabeza daba
vueltas, y el desanimo se apoderaba de su pecho. Era la primera vez que
permitía a un hombre llegar tan lejos y tan cerca a la vez. Tan lejos como para
entregarse en una noche de pasión, y tan cerca de su corazón.
Fue lo primero que dijo nada más entrar en el despacho del
gobernador de Port Royal. Lo encontró sentado tras su mesa revisando varios
papeles. Al verlo entrar levantó su mirada de éstos.
-Deberíais explicarme quién os creéis que sois para
hablarme de esa manera –le espetó algo molesto por sus palabras.
-Si estoy en lo cierto evitaré que el Tesoro Real caiga en manos de los piratas.
-¿Por qué debería fiarme de vos? Sé que traéis referencias
de Londres pero bien podrían… ¿Qué esto? –le preguntó mientras cogía un
documento que James le tendía.
-Nadie sabe quien soy en realidad, salvo vos –matizó
dejando claro la situación en lo que esta le dejaba.
-¡Lord Huxley! –exclamó el gobernador al terminar de leer
el documento.
-He venido por orden del Primer Ministro para averiguar
quien está detrás de los asaltos a los mercantes ingleses.
-Vuestra fama os precede, pero decidme, ¿tenéis ya una idea
de quien pudiera estar detrás de todo esto?
James se quedó con la mirada fija en un punto mientras su
mente bullía de pensamientos encontrados. De imágenes de una noche de pasión en
brazos de la mujer más deseable que había conocido, pero que al mismo tiempo
levantaba sus sospechas.
-Aún no. Pero creo ir en el camino adecuado.
-Entonces, ¿qué sugerís?
-Que la carga sea transportada a otro navío. Dejad que el Tesoro Real zarpe rumbo a Inglaterra sin
nada más que baratijas para que los piratas se queden con ellas. Haced correr
la noticia de que zarpará dentro de dos días.
-¿Y qué haréis vos?
-Preparad una dotación de los mejores hombres para subir a
bordo conmigo. Iré en el Tesoro Real.
-Pero… ¡os atacará ese capitán Dubois!
-Eso es precisamente lo que pretendo.
-Pero…
-Tengo órdenes de llevarlo a Inglaterra, vivo o muerto.
La noticia de la partida del Tesoro Real corrió como la pólvora en Port Royal. James era
consciente que eso alertaría a los hombres del capitán Dubois, y que los
mantendría ocupados. Eso incluía a Madeleine, quien durante los dos siguientes
días a su encuentro, a penas si se había dejado ver. La noche antes de que el
barco zarpara recibieron la noticia de que estaba indispuesta, y que no
asistiría a una de las recepciones que se celebraban. James se mostró
satisfecho y confiado por el resultado que la noticia de la partida del navío
había provocado en ella.
A la mañana siguiente James zarpó a bordo del Tesoro Real mientras otro navío cargado
con el oro y la plata para Londres zarpaba escasas horas después, por una ruta
diferente. Confiaba en que el capitán Dubois estuviera tan atareado preparando
el ataque, que no se diera cuenta del engaño. En ese momento sus pensamientos
volvieron a Madeleine. No había conseguido olvidarla pese a que su despedida no
había sido de lo más cortés. Pero confiaba en poderse ver pronto.
-Señor, una vela –le informó el contramaestre en cuanto la
divisó a lo lejos.
-Bien, mantén el rumbo –le dijo mientras observaba por el
catalejo.- Seguramente nuestro querido capitán Dubois quiera hacernos una
visita. Que los hombres estén en sus puestos.
-Sí, señor.
-Por fin das la cara Dubois. Pues veremos como se te queda
cuando veas lo que hay en las bodegas –comentó para él mismo mientras esbozaba
una sonrisa irónica.
Le Diable cortaba
las aguas y el viento a gran velocidad. Su capitán había puesto a todos sus
hombres a la maniobra. No quería darle tregua al Tesoro Real. Además, la tripulación estaba ansiosa por apresarlo.
La carga de sus bodegas los haría un poco más ricos.
Sobre el castillo de proa, James observaba con detenimiento
como se acercaba a ellos. Había mandado desplegar todo el trapo para así ser
más rápidos. Sonrió divertido al comprobar el ansia que demostraba ese capitán
francés por hacerse con su cargamento.
-Señor, están muy cerca.
-Dejadlos que se acerquen un poco más. Tened las mechas
listas.
No había terminado de decirlo cuando un sonido atronador
invadió el aire. Era como si el cielo se estuviera partiendo en dos; o las
propias puertas del infierno se hubieran abierto. Los cañones de le Diable habían hablado anunciando su
llegada.
-¡A vuestros puestos! –ordenó intentando hacerse oír por
encima del estruendo de los cañones.
La nave pirata se acercaba cada vez más haciendo que sus
disparos de artillería fueran más certeros. Y aunque el Tesoro Real respondía como mejor podía, su dotación no tenía mucho
que hacer frente a Le Diable. James
fue testigo de como la borda de estribor saltaba en mil pedazos, y como varias
piezas de artillería quedaban inutilizadas. El olor a pólvora impregnaba el
aire, y el humo era una cortina que no le permitía ver a sus oponentes.
-¡Al abordaje! –fueron las palabras que logró escuchar
mientras desenvainaba su sable para repeler a los piratas.
-Recordar que el capitán Dubois es mío –le gritó a los
hombres antes de enzarzarse en una encarnizada lucha.
En un instante el ruido producido por el entrechocar de
sables fue lo único que se escuchó. James se desembarazó de dos hombres con
diestros golpes de muñeca. Por un instante alzó la mirada buscando al capitán
Dubois para ajustar cuentas. Recorrió la cubierta buscándolo entre la multitud,
y cuando finalmente dio con él, o mejor dicho con ella no pudo evitar sentir la satisfacción del momento. Le tocó en
su hombro con su espada captando su atención. El capitán Dubois se volvió con
audacia y rapidez para quedarse clavado frente a él. Sintió que su cuerpo
quedaba paralizado por la visión, que sus músculos se negaban a continuar con
la lucha, que sus piernas parecía que fueran a perder la estabilidad, sintió
que su boca se secaba, que la sangre de sus venas se le helaba, y que su
corazón se negaba a seguir latiendo.
-Celebro veros, mademoiselle.
No me habéis defraudado –le retó esgrimiendo un sonrisa cínica y el filo de
su espada en alto. Estaba arrebatadora con aquella fina camisa de hilo
entreabierta dejando ver el valle de sus pechos, sus cabellos ocultos bajo un
pañuelo dejando libre algunos mechones, sus caderas marcadas por los pantalones
ceñidos y aquellas botas de piel negras. El deseo se apoderó de él por un
instante.
-¿Vos? Sabíais que era yo… Aquella noche… en el
jardín…-comentó mientras la mirada de él le causaba estragos. Los recuerdos de
aquella noche se adueñaron de su mente torturándola. Era como si el hecho de
recordarlo le erizara la piel. Sus caricias por sus piernas, sus labios en sus
pechos, su cuerpo bajo el de ella, la pasión, el deseo,…
-Bueno, eso y algunas averiguaciones que hice después.
Madeleine no se lo pensó dos veces y levantó su espada
dispuesta a matarlo, pero James logró detener el golpe sin reparo. Sonrió al
verla esforzarse en toda su plenitud para herirlo. El duelo captó la atención
de los demás hombres de Le Diable,
que en seguida los rodearon. Madeleine se batía de manera prodigiosa. En su
pecho latía el ansia por acabar con él, por haberla seducido, por haberla
utilizado de aquella manera. La había espiado a sus espaldas, mientras ella
sufría en silencio por su amor. Por su ausencia. Por tener que sacrificarlo por
su misión. Y ahora…
El choque de los aceros hacía saltar chispas, al igual que
el encuentro de sus miradas. James se vio acorralado contra la borda mientras
ella se abalanzaba presta a acabar con él. James aguantó su empuje mientras el
filo de su espada se acercaba a su rostro. La rodeó por la cintura con la mano
que tenía libre mientras no apartaba su mirada de la de ella. Sentía sus pechos
sobre él, sus muslos rozando sus piernas, sus labios entreabiertos tomando
aire, el pañuelo se había caído liberando por completo sus cabellos, que
ondeaban ahora libres como el látigo de siete colas, que se empleaba en la
marina para castigar a los marineros díscolos.
-Sois mejor amante que espadachín –le dijo provocando la
furia en ella mientras sentía la mano de James sobre su cintura provocando mil
y un tormentos. La empujó lejos de él mientras tomaba aire y volvía a
recibirla.- Hacéis honor al nombre de vuestro navío, mademoiselle. Sois el mismísimo diablo.
Volvieron a encontrarse pero en esta ocasión ella consiguió
engañarlo con una salida en falso por la derecha que acabó por desarmarlo.
Sintió la punta de su espada bajo su mentón. Su mirada llena de odio, su
respiración agitada, sus pechos subiendo y bajando bajo la camisa, sus labios
entreabiertos mientras se los humedecía con su lengua. Sabía que estaba a su
merced, pero no pediría clemencia.
-¿Qué decíais? –le preguntó mientras la presión de la
espada le obligaba a alzar el mentón.
-No vais a matarme. Y vos lo sabéis tan bien como yo.
En ese momento, la voz de los hombres la distrajo.
-Capitán, mirad –le dijo exponiendo ante ella un cofre
lleno de baratijas.
Madeleine lo miró de soslayo por un breve momento antes de
volver a fijar su mirada en James, quien ahora esbozaba una sonrisa de triunfo.
-¿Qué os hace tanta gracia? –le preguntó mientras devolvía
la espada a su vaina pero extraía una pistola que llevaba bajo el fajín.
-Eso es todo lo que encontraréis en las bodegas de este navío.
Aquellas palabras provocaron un silencio primero entre los
hombres de Madeleine. Y un murmullo y señales de protesta.
-¿Dónde está el resto del cargamento? –le preguntó
apretando sus dientes mientras esgrimía su pistola apuntándolo.
-En otro barco rumbo a Londres.
Aquella respuesta no la esperaba ninguno de los presentes.
El rostro de ella se volvió pálido, toda expresión de triunfo desapareció sin
dejar rastro.
-Vamos capitán Dubois, o debería llamarte Madeleine.
¿Esperabas que después de descubrir quien eras te lo pusiera tan fácil? –le
preguntó con una mezcla de burla y enojo en el tono.- ¿Por quién me tomaste?
-¡Callaros! –le espetó mientras lo abofeteaba presa de la
rabia que sentía por haber sido burlada.
-Veo que he conseguido engañaros, capitán Dubois –le dijo
sonriendo mientras sentía la rabia propia de alguien que siente que está
traicionando a la única mujer que le había interesado.
Por un segundo se sintió traicionada, abatida, derrotada.
Inclinó la cabeza y cerró los ojos tratando de pensar claramente que estaba
sucediendo, pero cuando quiso darse cuenta, James la tenía aferrada a él. Un
brazo rodeaba su cintura de nuevo y en el otro sostenía su pistola.
-Si alguno se acerca ella morirá –dijo con el gesto serio
mientras el cañón de su pistola apuntaba directamente a la cabeza de ella.
La sintió temblar por un instante mientras sus cuerpos
permanecían juntos. Madeleine sentía el roce de su brazo bajo sus pechos y como
éste le producía una sensación extraña, pero agradable a la vez.
-No importa que la matéis. Si lo hacéis nombraremos a otro
capitán –le dijo un tipo alto con una prominente barba.
-Vaya, capitán, veo que vuestra tripulación no os tiene en
demasiada estima.
Intentó revolverse bajo su abrazo pero lo único que
consiguió fue rozarse contra su cuerpo una vez más.
-Es toda vuestra.
-Tal vez queráis hacer un trato
Madeleine miró de reojo el rostro de James y después a sus
hombres. ¿Qué pretendía? Apretó sus dientes con furia.
-Estaos quietecita –le dijo con cariño, como si fueran
amantes.- Os la cambio por la carga del Tesoro
Real y todo lo que os apetezca. Eso sí, dejad el barco en un estado aceptable
para que pueda navegar hasta Londres.
-¡Malnacido, me cambias por unas baratijas! –le dijo
rechinando sus dientes.
-Os estoy salvando la vida –le susurró acercándose sus
labios a su oreja. Aspiró la fragancia de sus cabellos, a sal, a mar. Su
suavidad rozó sus labios instándolo a besarla. Pero no era el lugar ni el
momento.
-¿Qué haréis con ella?
-Eso no os incumbe. También os advierto que a escasas
leguas se encuentra un navío de la armada británica en el Caribe. SI os
encuentran aquí no os darán tanto tiempo para pensarlo. ¿Qué decís? ¿La carga
del Tesoro Real a cambio de ella. Y
de que podréis marcharos?
-¡Sois un cerdo!
-Puedo parecerlo pero no lo soy. Apuesto a que con el
tiempo cambiareis de opinión y acabareis llamándome, amor mío.
-Ni en sueños.
-Os recuerdo que ya me lo dijisteis una vez –le recordó con
toda intención mientras los recuerdos de la noche compartida volvían a su
mente. ¿Se lo había dicho? No podía recordar todas las palabras susurradas en
mitad de la pasión, del desenfreno,…
-Está bien. Es toda vuestra.
James sonrió complacido por la respuesta mientras Madeleine
no podía dar crédito a lo que acababa de suceder. Su propia tripulación la
dejaba en manos de aquel inglés. Vio como los hombres recogían las baratijas y
algunos objetos de valor antes de regresar a su navío. En todo momento
Madeleine siguió presa del abrazo de James, mientras sentía el frío cañón de su
pistola en su cabeza. Pero, ¿por qué intuía que él no se atrevería a
dispararla? Por primera vez sonrió pese a la tensión. Por lo mismo que ella
tampoco lo haría.
-Señor, ¿por qué habéis hecho ese trato con los piratas?
James sonrió mientras la miraba a ella apoyada en la borda
contemplando como Le Diable se alejaba
sin ella. Malditos, pensó mientras apretaba sus puños y golpeaba la borda.
-Señor Morrison, me encargaron apresar al capitán Dubois a
cualquier precio –comenzó diciéndole mientras Madeleine no comprendía a qué se
refería. Miraba a James con perplejidad.- Y ya lo tengo –concluyó mientras su
mirada se quedaba clavada en la de ella.
-¿Piensas llevarme a Londres para entregarme? –le preguntó
a solas en su camarote mientras quedaba de pie frente a él.
-Pienso llevarte a Londres, sí.
-No pienses que conseguirás entregarme a la justicia. No te
lo pondré fácil –le rebatió mientras apoyaba sus manos sobre la mesa y lo
miraba fijamente mientras su pecho palpitaba.
-Ya lo sé.
-¿Lo sabes? –le preguntó sorprendida mientras él se
levantaba de su silla y caminaba dando la vuelta a la mesa. Se quedó de pie
frente a ella sumergiéndose en su cristalina mirada.- Soy consciente de que no
me lo pondrás fácil, y por ello voy a ofrecerte un trato que espero que sepas
valorar.
-¿Un trato? Ya veo como son –le dijo con un toque irónico.-
Me has cambiado por un cofre de baratijas.
-Y varios juegos de cortinas, una vajilla de plata, una
cubertería, una cristalería… Déjame pensar.
-Te odio –le espetó furiosa arrojando su ira contra él.
-No lo parecía la noche en que nos conocimos.
Madeleine se quedó clavada sin saber qué decir en su
defensa. Los recuerdos volvieron a inundar su mente como si de un torrente de
agua se tratara. ¿Por qué acudían una y otra vez? ¿Por qué no era capaz de
desterrarlos para siempre? James posó sus manos sobre os hombros de ella
provocándole una calidez y una quietud que en verdad le hacían falta. Y su
mirada… llena de comprensión, de cariño. Podía verlo, podía sentirlo.
-No quiero ningún trato –le dijo sacudiendo su cabeza.
-Pero si aún no sabes que voy a ofrecerte.
-No importa, yo…
-Quédate conmigo.
Las palabras salieron de su boca como si de una detonación
se tratara sacudiendo su línea de flotación. Madeleine, creyó que se caería
redonda puesto que las piernas no querían responderle. Abrió los ojos al máximo,
intentó pronunciar alguna palabra, algún sonido, hacer un solo gesto. Pero todo
cuanto intentaba era inútil. Su mente se había bloqueado sin ser capaz de
reaccionar. Una risa nerviosa comenzó a estremecer su cuerpo. Miraba a James
como si le estuviera tomando el pelo, como si aquello fuese una pesada broma.
Pero el rictus serio de su rostro le indicó que era verdad. Que en realidad le
estaba ofreciendo ¿qué?... ¿vivir con él? Por favor, nunca se lo había
planteado. Su vida era el mar, era independiente y quería seguirlo siendo,
pero… Entornó su mirada. Sintió los latidos de su corazón acelerados al pensar
en la remota posibilidad de hacer realidad lo que le pedía.
-Quédate a mi lado Madeleine –le pidió en un susurro
mientras posaba sus manos sobre su hombros y la mirada directamente.
-No sabes nada de mí…
-Sé lo que necesito. Y eso me basta.
-Es una completa locura, yo…
-¡Entonces que me declaren loco¡ ¡Que me encierren! –gritó
en alto mientras ella se quedaba sin palabras ante sus gestos.- Pero nunca sanaré
de mi locura si tú no estás a mi lado –le susurró mientras le pasaba la mano
por la mejilla con suavidad, con delicadeza. Madeleine, en un movimiento
inconsciente, posó su mano sobre la de él para que no la apartara. Para sentir
su calor. Lo miró a los ojos mientras reía.
-¿Por qué? Viniste a buscarme para entregarme a la justicia
inglesa… -trató de explicarle en un intento por ordenar cada uno de sus
pensamientos. Era cierto que ella sentía por él algo extraño, profundo en su
pecho. Algo que la hacía sentirse querida, protegida. Ningún hombre la había
mirado como él. Ni le había susurrado palabras de amor.
-Vine a buscar al capitán Dubois, y encontré mi mayor
tesoro.
-¿Qué pasará si no me entregas? ¿Qué te sucederá? –le
preguntó preocupado por él. No podía evitarlo. Le preocupaba su destino.
-Siempre puedo decir que el capitán Dubois se escapó camino
de Londres –le confesó sintiendo que estaba traicionando a su país, a la
Corona,… pero no lo haría con su corazón.
-¿Traicionarías a tu país por mi? –le preguntó sin poder
creer que fuera a hacerlo.
-Ya lo he hecho al salvarte la vida en tu barco. Y ahora al
tenerte aquí.
La miró fijamente mientras sentía que se hundía en su
mirada. Le pasó el pulgar por sus labios mientras esbozaba una sonrisa de complicidad.
Madeleine no quería pensar si aquello era lo más conveniente. Salvaría su
cuello de la horca, a cambio de quedarse con él.
-Rinde el pabellón de tu navío capitán Dubois –le susurró
en sus labios antes de estrecharla ente sus brazos y apoderarse de sus labios.
Madeleine sintió su deseo por besarla, pero también su
ternura y su calidez en sus labios. Permitió que su lengua buscara a su
compañera y juntas danzaran de manera frenética mientras ella se apretaba más y
más contra su cuerpo sintiendo el golpe de la pasión, el deseo palpitando en su
cuerpo. La cogió en brazos y la llevó hasta la cama sin dejar de besarla ni un
solo instante.
Londres, algunas semanas
después
-¿Se escapó? Pero, ¿cómo ha sido posible lord Huxley? –le
preguntó el Primer Ministro sorprendido por tan grave situación.
-No lo sé, señor. Imagino que contó con ayuda.
-¿Ayuda decís? –le preguntó contrariado.
-Hombres del cardenal Richelieu. Nos estaban esperando. No
pensé que pudiera suceder.
-¿Qué sucedió?
-Al llegar a Dover, un hombre me dijo que el carruaje lo
mandaba el gobierno para recogerme y conducirme a Londres. No sospeché nada por
el camino hasta que nos detuvimos en una posada. Y entonces… entonces el
capitán Dubois desapareció.
-¿Sin más?
-De repente. Os juro que estuve cerca de él en todo momento.
Sin embargo, comencé a sentirme mareado, cansado. Seguramente pusieron algo en
mi jarra de vino que hizo que me quedara dormido. Momento que el capitán Dubois
aprovechó para escapar.
El Primer Ministro apretó contrariado sus puños, y airado
por la situación.
-Confiemos que regrese a París y nos deje tranquilos
durante algún tiempo. Por fortuna vuestro plan, para trasladar la carga en otro
navío, resultó efectivo. Todo el cargamento llegó a su destino.
-Es una buena noticia.
-Sí que lo es. En fin, os estoy agradecido por vuestro
trabajo. No se pudo atrapar al capitán Dubois, pero la carga del Tesoro Real llegó a su destino. ¿Podré
contar con vos en el futuro?
-Me temo que no señor –le dijo comprobando el gesto de
sorpresa en el Primer Ministro.- Tengo intención de pedirle a una amiga mía que
se casa conmigo.
-En ese caso debo felicitaros. Decidme, ¿quién es ella?
-Oh, es una vieja amistad. Creo que es hora de que asiente
la cabeza y me retiré del servicio activo.
-Sin duda que os lo merecéis. Os deseo mucha felicidad lord
Huxley.
Lo distinguió a lo lejos sobre su caballo. Era imposible
que se equivocara cuando su corazón latía de aquella manera. Sintió júbilo por
tenerlo de vuelta, pero al mismo tiempo el temor a lo que pudiera haber
sucedido estos días en Londres la angustiaba. ¿Y si no había logrado convencer
al Primer Ministro? ¿Y si descubrían finalmente quien era ella? Llevaba algunas
semanas en su casa y la vida que le había propuesto era más de lo que ella pudo
imaginar. Durante su ausencia había pensado en todo lo que había cambiado su
vida. Y se asustó cuando descubrió que lo echaba de menos, y que sus deseos por
verlo se acrecentaban con cada día que él no estaba en la casa. ¿Qué sentía por
él? ¿Lo amaba como para realmente quedarse a su lado?
Nada más descender de su caballo se apresuró hacia ella
para estrecharla entre sus brazos y mirarla con devoción. Aquella mirada de
ojos tan brillantes que lo había atrapado la primera vez que se vieron,
aquellos labios tan seductores, su sonrisa, su rostro…
-¿Cómo fue todo? –le preguntó entornando su mirada y
bajando la voz. Sintiendo el temor por un fatal desenlace.
-No tienes de qué preocuparte. He sido muy convincente.
-Entonces… ¿no corro peligro?
-No hay nada que pueda relacionarte con tu anterior vida.
Una sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro mientras no
podía dar crédito a las palabras de James. ¡Era libre! Libre para hacer e ir
donde quisiera sin peligro de ser reconocida. Además, desde que había llegado a
la casa de James, su aspecto había variado notablemente, sus ropas, sus
cabellos, su piel, los cuidados de las doncellas habían hecho resurgir a una
nueva Madeleine. Una mujer enamorada de su hombre.
-Estos días han sido un castigo lejos de ti –comenzó a
decirle mientras cogía su rostro entre sus manos y sus pulgares trazaban
círculos en sus mejillas.- No sabes cuanto me dolían los brazos por poderte
estrechar entre ellos. Cuando he ansiado tus labios, tu mirada en la noche, tus
palabras susurrándome…
Ella lo miraba sin saber qué decirle. La emoción de la
situación la había atrapado sin dejarle articular una sola palabra. Se limitó a
deslizar el nudo de su garganta, mientras sus piernas temblaban y creía que
caería de un momento a otro. Se aferró a sus brazos con fuerza mientras en su
pecho el sentimiento de mujer enamorada se hacía más latente con cada una de
sus palabras. Quería decirle que ella había sentido lo mismo, que lo había
echado de menos, que había anhelado sus caricias, sus besos, sus miradas largas
y apasionadas en la noche, pero era tal su emoción por escucharle decir
aquello, que las palabras se quedaron en su garganta.
-Madeleine, quédate conmigo para siempre. Se mi esposa –le
dijo mientras la cogía de sus manos y la miraba con intensidad, con devoción,
con amor.
Le pareció que su corazón se saldría de su pecho. Sus ojos
se empañaron de emoción. Se soltó de sus manos para llevárselas a sus labios y
ahogar el llanto. Aquel gesto conmovió a James, quien se sintió el hombre más
dichoso, pues sabía que ella aceptaría. Se alzó sobre sus pies para rodearlo
por el cuello con sus brazos y fundirse en un beso. Devoró sus labios mientras
las lágrimas caían por sus mejillas llevándose con ella a la mujer que fue en
otro tiempo.
-¿Eso es un sí? –le preguntó confuso e irónico mientras
entornaba su mirada hacia ella.
-Creo que es evidente que acabo de arriar mi pabellón, amor
mío –le susurró presa del nerviosismo, de la emoción, y del amor que sentía por
él. Se dio cuenta del apelativo que había empleado, y recordó como él le había
prometido que acabaría llamándolo de esa manera.
James no fue ajeno a ello y sonrió de manera cínica.
-Sabía que acabarías por llamarme así. Y me satisface que
lo hayáis hecho Lady Huxley –le dijo provocándole un revuelo en su interior al
escucharle llamarla así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario